NAPOLEÓN PISANI..,

NAPOLEÓN PISANI.., se encuentra en su estudio y les da a todos los visitantes la más cordial bienvenida...

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viernes, 26 de agosto de 2011

ALGUNAS HISTORIAS ACERCA DEL ARTE POPULAR

Napoleón Pisani Pardi

    Desde hace más de cuarenta años que nos venimos ocupando de los artistas populares del país. Durante ese tiempo le hemos organizado exposiciones, tanto colectivas como individuales, hemos dado charlas acerca de sus vidas, de sus obras; los hemos entrevistado, fotografiado y, asimismo, debidamente respetados y valorados. No hemos comerciado con su arte, y nunca pedimos un “cuadrito”, una “tallita”, una “vasijita” de arcilla, o cualquier otra “cosita”, a cambio de publicarles artículos en algún medio escrito.

Foto tomada del libro Las Estatuas de Bolívar en el Mundo,
de Rafael Pineda.

    Nosotros tuvimos una magnífica colección de arte popular, y cada pieza de esa colección fue pagada totalmente al instante de adquirirla. Todas esas obras, como muchísimas otras cosas más, invalorables e irrecuperables, imposible de medir con instrumentos convencionales, se perdieron, se desmoronaron, no existen…
    Bien, decíamos que desde hace mucho tiempo nos hemos ocupado del arte popular. Y por primera vez, en 1967, revelamos públicamente esa predilección hacia las creaciones de nuestros artistas del común, cuando organizamos una colectiva de sus obras en la Biblioteca José María Vargas en Macuto.
    Pedro Nolasco Cova, Víctor y Carmen Millán, Gámez, Esteban Mendoza, Feliciano Carvallo, Juanita Reverón, y otros creadores más, participaron en aquella exposición de Artistas Populares del Litoral Central, donde se contó con la ayuda de la Ingeniería Municipal de Macuto, quien acondicionó el salón de la parte alta de la biblioteca, para que se pudiera exhibir, de manera adecuada, las obras de los artistas. También la Cámara de Comercio colaboró, de manera importante, con ese evento cultural, pues fue la institución que donó los tres Premios que se le otorgaron a quienes obtuvieron esas recompensas en aquella colectiva.
    El poeta Pablo Rojas Guardia, Genarino Méndez, Director de la biblioteca, y quien esto escribe, fuimos los integrantes del Jurado de Calificación de esa exposición, que luego llevamos a Carayaca, donde la Publicidad Soto y el Comercio de Carayaca, a nombre del Programa Radial: De la Playa a la Montaña, nos otorgó un diploma “por su colaboración en la Exposición de Pintura: Pintores del Departamento Vargas en Carayaca. 1º de Mayo de 1967”.

 
¿Juanita Reverón era pintora?

    Los dibujos de Juanita que estaban en la exposición, “fueron hechos como una diversión”, como lo dijo ella. “Un colombiano que siempre viene a visitarme, y que es pintor, me dio unos papeles y unos carboncillos para que yo dibujara. Pero yo no soy pintora, le dije. Bueno, eso yo lo sé, me contestó, pero eso te va a servir para que te diviertas, y también para que vendas algunos de esos dibujos…”
    Aquellos dibujos sólo tenían el valor de ser realizados por quien había sido la extraordinaria compañera de toda la vida de Armando Reverón. Pero estaban ahí, por invitación nuestra, montados sobre cartón piedra, esos dibujos, sumamente ingenuos, hechos por la mano de una niña mayor que se divierte haciendo esas cosas para complacer a un intruso, a un depredador que se llevó muchos “recuerdos” del Castillete.
 
Juanita Reverón.

     Juanita no era pintora, ni pretendía serlo, era, sí, una persona que necesitaba atención por parte del Estado, de los amigos de Armando, de Dios y de los Santos para protegerla de los “coleccionistas” de objetos de recuerdo. Ese era el objetivo de su participación en la muestra: Llamar la atención de las instituciones culturales hacia su persona. Pero no funcionó, fallamos en eso de la publicidad, y la colectiva fue casi clandestina. En Carayaca, la exposición suscitó mayor interés que en Macuto. La radio anunciaba a cada rato la colectiva, y una agrupación musical amenizó la inauguración del evento. Bailamos y bebimos hasta el amanecer, y en la mañana nos envolvió la neblina y los aromas de la naturaleza, y el cansancio nos rindió y nos llevó a dormir en un viejo sillón, tan húmedo, tan destartalado, tan a punto de romperse, como el improvisado y precario refugio donde dormimos hasta las once del segundo día del mes de mayo del año sesenta y siete.

Esa región donde todo es posible

 
    Esa región se llama los andes, donde el agua corre por todas partes haciendo germinar las plantas y los sueños. Fue aquí, en esta tierra de gracia, donde, en 1981, conocimos a Daría y Filomena Rodríguez, dos mujeres que utilizan el barro para hacer toda clase de maravillas. Eso fue en Ejido, un pueblo muy cercano a la capital del Estado Mérida. Allí las Rodríguez realizan las populares alcancías en forma de cochinito y gallinita, y también los budare, nacimientos, ollas, tazas, platicos, jarras, y, para los que buscan algo fuera de lo común, ellas modelan, en el mismo material de arcilla, unas extrañas y deliciosas figuras de grandes pechos, y sonrientes, y en las posturas más extravagantes y provocativas. De allí nos fuimos para Tovar, a visitar a José Márquez, otrora alarife, y converso en un singularísimo tallador de pájaros, de cristos, de diablos, de perros pornográficos, de santos, y de los dos exiliados del Paraíso Terrenal. En aquella oportunidad, Márquez vivía en la calle santa Inés Nº 3-38. Luego de entrar a su casa, nos brindaron el café de rigor, sabrosa y típica costumbre de los andes venezolanos, y de inmediato comenzamos una buena conversación con el artista y su esposa. Ella, una especie de gerente de ventas, una vivaracha mujer que, con pases propios de un mago excepcional, tomaba, de no se sabe dónde, una figura tallada en madera y nos la enseñaba con una sonrisa de satisfacción, y luego, con la misma habilidad, nos mostraba otra cosa, y otra cosa, y así sucesivamente, y siempre sonriente, y siempre alabando el arte de su marido. Todos compramos.

José Márquez, Tovar, Estado Mérida,
1981.

    “Nací en una aldea llamada El Guaimaral, Distrito Camaguán, hace 49 años”. Esto nos lo dijo el artista en 1981. “Yo empecé a trabajar en esto del arte después que me operaron de una hernia. Primero comencé a fabricar trapiches en miniatura, usted sabe, de esos que sirven para moler caña. Después me llamaron la atención los pájaros, los cachicamos, los diablos, las tortugas, las figuras de Adán y Eva, los cristos… También, y con mucho respeto, trabajo la figura de nuestro Libertador, porque yo considero que él fue una persona capacitada, y creo que ya no va a existir alguien como él”.
    Y otra vez al auto de María Teresa López Arocha, quien, para entonces, era la Gerente del diario El Carabobeño en Caracas. En ese periódico publicamos muchos artículos acerca de los artistas populares del país, y ella, María Teresa, se había interesado por conocerlos personalmente, y, además, quería empezar a coleccionar sus trabajos. Así que un día, comenzamos a viajar en su auto (el mío lo dejaba en casa) hacia los andes, donde le fuimos presentando a los artistas que vivían en diferentes lugares del Estado Mérida.

Mariano Díaz.

    Algo parecido sucedió con Mariano Díaz, quien, en una entrevista que le hizo la periodista María Laura Lombardi, y que fue publicada en la revista IMAGEN en enero de 1985, le dice: “Mi padre – recuerda – tenía un almacén y les regalaba a los presos toneles desarmados, tablas perfectamente arqueadas muy bellas y ellos hacían alcancías, barcos, sobre todo barcos, porque la forma prácticamente estaba hecha. Los decoraban y pintaban con anilina. También hacían calvarios en botellas.
    Esta experiencia – continúa – se relaciona con un trabajo que empiezo a hacer hace cuatro años cuando me encuentro con Napoleón Pisani, quien dirigía un taller de pintura del CONAC, en Catia y quien me introduce en el arte popular mostrándome toda la gente, y de ahí fue todo empezar”.
    Bien, en el auto de María Teresa, donde también iban Aníbal Nazoa y María Lucía, su mujer, nos fuimos para Bailadores. Al llegar a ese lugar uno coge como si fuera para La Cascada del Indio, y un poco antes de la entrada a este sitio, uno cruza a la izquierda, donde una reja, que siempre está abierta, nos indica que llegamos a la casa de Luis Barón y de su comadre Amelia de Carrero (hace dos años que nos enteramos de la muerte de Luis Barón). Campesinos, pintores, tallistas, buenos anfitriones y conocedores de los maravillosos poderes milagrosos del díctamo real. Este lugar se llama, nos dice Luis Barón, San Rafael de la Capellanía. Ya habíamos estado allí, y volvimos a visitar ese lugar en diferentes ocasiones para llevarles lo que decíamos de ellos y de sus obras, en los artículos publicados, tanto en El Carabobeño, como en otros diarios y revistas del país.

Luis Barón, José Márquez y Amelia de Carrero.
1981.

    Barón, quien lleva siete años pintando y un poco menos haciendo juguetes, nació en Bailadores el 4 de mayo de 1943. “Mi tiempo lo tengo compartido entre la pintura y las labores propias del campo. Las dos cosas me dan grandes satisfacciones. Trabajar la tierra me da inspiración para pintar, y pintar me da aliento para trabajar la tierra. Una cosa va bien con la otra”. Nos dice el artista mirando a la comadre Amelia, quien en ese instante aparece con unos vasos bien cargados de sabroso miche. “Yo pinto desde hace cuatro años – exclama Amelia, que rápidamente agarra el hilo de la conversación – pero desde chiquita me viene la afición por el arte. Lo que pasa es que es ahora, después de vieja, cuando me he decidido a pintar en serio, como lo hace mi compadre Luis, que ya es famoso. Pues él ha mostrado sus cuadros en muchos sitios, como en la Universidad de Mérida y en Caracas, y también en Tovar, en un lugar que ahora lleva el nombre de Juan Alí Méndez, un hombre que vivía por el Rincón de La Laguna, cerca de La Playa, y que hacía muchas figuritas en madera”.
    En aquel año de 1981, Edixon y José Inocente, hijos de Amelia Carrero, eran dos niños que ya pintaban, que retrataban los lugares de ficción de San Rafael de la Capellanía. Quién sabe si han continuado pintando los paisajes de aquellos espacios privilegiados por Dios y la naturaleza. Espacios donde no hay nada imposible, y donde la belleza abunda por todos lados, y por tal razón, Aníbal llegó a pensar que todo aquello era sólo un producto de la imaginación. Una ilusión…

Volvemos, ansiosos, a visitar
la hermosa geografía andina

José Melesio Angarita, Tovar, Estado Mérida, 1981.

    Un mes después, en noviembre del mismo año, volvemos a la región donde todo es posible. En aquella oportunidad, y conduciendo mi automóvil, visitamos a José Melesio Angarita, el juguetero de Tovar. El nos recibió con alegría, y nos mostró el trozo de madera al que le estaba dando forma de caballo. Melesio comenzó a realizar juguetes y figuras de animales hace cinco años. “Yo me ponía a mirar cualquier aparato, cualquier cosa, y sin ninguna clase de problemas las hacía igualitas. Luego se las llevaba a Julián Contreras, ese que tiene un negocio a la salida de Tovar, en la vía hacia Zea, y se las vendía todas”. Pero, a pesar de ese “éxito” comercial, Melesio y su compañera viven en la más conmovedora miseria. Una miseria que avergüenza, que da rabia. Allá lo dejamos, con su caballo a medio terminar, y espantando hambrunas y tristezas con una botella de piadoso miche.
    Natividad Rojas de Niño, como Félida de Montilla, Teomira de Zambrano y María de Osorio, son las encargadas de fabricar las vasijas y las figuras con formas de animales, diablos, iglesias, matrimonios, pastores, y otras cosas más; mientras los hombres consiguen y preparan la tierra para tales menesteres. Eso no quiere decir que no existan hombres “olleros”, y que no existan mujeres que transporten el barro y ellas mismas lo preparen. En esta región, las reglas, lo convencional en materia de arte, pueden romperse sin ningún tipo de dificultad.


    “Yo nací en la Mesa del Tanque de Aguas Calientes hace 39 años – dice Natividad –, y llevo 12 años trabajando con el barro. Lo primero que hice fue tazas, eso me lo enseñó mi mamá. Después me casé y dejé de trabajar por un tiempo. Fue por puro inventos míos que comencé a hacer figuras. Una vez me salió hacer un hombre a caballo y eso le gustó mucho a un poeta de Mérida, él me dijo que siguiera haciendo esas cosas, y como a la gente le entusiasmó esas figuras, pues las seguí trabajando. Ahora hago diablos, matrimonios, hombres con animales, patos, gallinas… pero lo que más me gusta son los matrimonios y los diablos. ¿El barro?, ese me lo trae de Chamicero un obrero al cual le pago por ese trabajo”.

Las vecinas de Natividad

    Félida de Montilla, la hija de María de Osorio, vive al lado de Natividad y al lado de Teomira de Zambrano, su tía, quien le enseñó el oficio. Ella es una mujer joven y cordial. Cuando entramos a su casa correteaba a una gallina que desesperadamente trataba de escapar de un presentido trágico fin. Nuestra aparición significó, para la gallina, unas horas más de preocupada existencia, y, para Félida, un pequeño descanso, un ejercicio postergado hasta concluir nuestra inesperada visita. No obstante, ella se mostró amable y nos habló de sus experiencias como ceramista. “A mí me gusta este trabajo porque uno lo puede realizar en la casa. La gente viene aquí a comprar lo que uno hace. Así que por ese lado estamos bien. Tenemos un oficio, tenemos clientela y tenemos el aprecio de la gente de por estos lugares y de los que vienen de otras partes. Yo llevo cinco años trabajando en estas cosas, esas que usted ve ahí. Esos trabajos están hechos sin torno, sí señor. Yo, por ejemplo, voy haciendo rollos de barro y los voy montando uno sobre el otro, luego los aliso con una piedra o con cualquier otra cosa. Cuando termino la pieza la pongo a secar, junto con otras, por dos o tres días, después viene la quema. Uno pone todas las piezas en el suelo y se cubren con leña y paja seca, y hasta basura, y se prende todo eso. En dos o tres horas, o más, según la cantidad de piezas que se estén quemando, estarían listas. Lástima que mi mamá esté de viaje, pues ella sabe más que yo de todo eso…”
    Teomira de Zambrano, la más veterana de las ceramistas, vive, como ya lo dijimos, al lado de Félida y María de Osorio. Ella es una persona muy activa, a pesar de su edad. También, como Félida, sólo trabaja vasijas, y en raras ocasiones, alguna que otra figura de animal. A Teomira no le preguntamos nada, sólo, y en respetuoso silencio, la observamos sacar de aquel fogón apagado y ya frío, las hermosas cerámicas de color siena encendido, que, luego, con la mayor delicadeza, iba colocando sobre una larga mesa que se encontraba en el corredor de la casa.

El ejemplo de Juan Alí Méndez

    Hasta El Rincón de La Laguna, donde vive José Arcangel Rodríguez, nos duró en el recuerdo la imagen de la bella anciana que, con tanta delicadeza, se movilizaba entre la frágil y envolvente escenografía de cerámica.
    José Arcangel Rodríguez nació en La Mesa, distrito Rivas Dávila, el 8 de mayo de 1956. Desde su casa se puede ver el sitio donde vivió Juan Alí Méndez, quien de “cucharero” pasó a ser hacedor de maravillas. El ya murió, en los primeros días de enero de este año, pero su antiguo atisbador, ese que pensaba que él era un loco, que hacía brujerías con sus muñecos de madera, trabaja ahora con igual empeño, pero con un mayor realismo de la situación, los mismos personajes de su “maestro” Juan Alí.

José Arcangel Rodríguez, El Rincón de La Laguna,
Estado Mérida, 1981.

    “Comencé a trabajar cuando vi que a Juan Alí le dio resultado las cosas que trabajaba con la madera, y como a él le dieron un premio por lo que hacía, pues entonces me entusiasmé. Yo trabajo la agricultura, sí señor, pero cuando llueve, o en las noches, en fin, cuando tengo un lugarcito, me fajo a trabajar con la madera. El año que viene voy a presentar una exposición en la galería de la Universidad de Mérida. Tengo que trabajar duro para salir adelante. Usted le puede decir a la gente importante de Caracas, que aquí, en El Rincón de La Laguna, hay un buen artista que está dispuesto a ir para arriba, y que hace buenas tallas, ¿no?. Eso sería una buena ayuda para mí y para María Cristina, mi esposa, y para José Luis y Eutiquiano, mis dos hijos. Otra cosa, usted que escribe en los periódicos, ponga ahí, en ese cuadernito lo siguiente: Señor Presidente, venga por estos lados para que vea lo que estamos haciendo los tallistas de Mérida. Nosotros queremos que venga para que se dé cuenta de que si valemos y pedirle que nos dé un crédito, con eso sería mucho lo que podríamos hacer. Nosotros le prometemos, si nos da esa ayuda, que no le vamos a quedar mal, pues somos hombres responsables que sabemos cumplir con nuestro deber”.
    Carmen Castro es otra “alumna” de Juan Alí. Ella vive a poca distancia de José Arcangel. Ella tiene 43 años y un rostro que mucho se parece al de las muñecas que realiza en su casa. Ella habla con precaución, como para protegerse de cualquier cosa. Ella mira de soslayo, como para medir las intenciones de quienes llegan a su casa. “Yo siempre visitaba a Juan Alí, porque tenía mucha curiosidad por todo lo que él hacía. Un día me entusiasmé y fabriqué un muñequito y se lo vendí a un señor que trabajaba en El Nacional. Eso me alegró tanto, que rápidamente fabriqué más muñequitos y se los vendí a Julián Contreras, el que tiene un negocio de artesanía a la salida de Tovar. Yo nací en la población de Guareque, pero vivo aquí desde hace mucho tiempo. Por aquí todos son mis amigos, y todos me respetan. A pesar de que apenas tengo cuatro años haciendo muñequitos, ya las personas me conocen y vienen, como usted, a comprarme las cosas que hago. Yo hago de todo: pájaros, militares, bañistas, vírgenes de Coromoto, perros con hombres, perros solos, vacas… todo lo que me imagino lo hago. En cuanto al material no tengo problemas, pues uso toda clase de maderas, las que consiga por ahí. Después de darle forma a los muñecos los pinto con pintura a base de aceite, o con una que llaman de caucho, del color que sea, ya le dije, con eso no tengo problemas”.

Francisca Molina, y algunas de sus tallas. Mesa Julia,
Estado Mérida, 1981.

    Y así pensamos nosotros igualmente, pues para un verdadero artista cualquier material siempre será bueno para crear. Y con esa idea, nos fuimos en busca de Francisca Molina, la “santera” de la Honda de La Palmita, un caserío que queda muy cerca de El Vigía. Al llegar allí nos enteramos, con gran desilusión, de su mudanza.

-       Se fue para Mesa Julia – nos dijeron –, eso queda hacia Tucanizón.
-          ¿Y dónde es eso?
-       En la vía hacia Caja Seca.

    Y hacia allá nos fuimos, con el mismo espíritu emprendedor que nuevamente aparecía en nosotros. Ya en Mesa Julia, con Francisca Molina, hija del santero José Natividad Molina, de quien aprendió el oficio de tallista de santos, empezamos a conversar con buen ánimo. Ella nos habla de las razones de su mudanza, de sus imágenes de santos, de sus problemas económicos, de su actividad como recolectora de café, y de Brígida, su hija de 16 años que también pinta y talla figuras en madera.
    “Me vine para acá con la esperanza de mejorar. Allá, en La Honda, no me iba nada bien, lo malo es que ahora aquí tampoco, por eso trabajo como obrera recolectando café, a ver si hago unos realitos para comprar material y ponerme a trabajar mis santos. Ya tengo un año que no hago nadita, y lo que tengo, esos santos que usted ve ahí, no los vendo. ¿Quién me va a comprar esos santos aquí?. Mire, ya yo tengo seis años haciendo santos y le aseguro que nunca me había ido tan mal. Tengo pensado poner allá abajo, en la carretera principal, un anuncio que diga: Se hacen y se reparan santos, y con mi nombre, Francisca Molina, para que la gente sepa dónde estoy ahora. ¿Dónde nací?, en El Molino, el 10 de octubre de 1935. A los 12 años mi papá me llevó más allá de Caracas, no me acuerdo del nombre de ese sitio, allí, con mi papá y otro señor, aprendí a hacer las figuras. Yo trabajo con un machete y un cuchillo. El machete lo uso cuando empiezo la talla, y el cuchillo para las cosas menudas. Principalmente yo copio algunas fotos, ¿usted las conoce?, son esas fotos en las que aparecen las imágenes de la virgen de Coromoto, o de los Reyes Magos, pues de allí salen mis imágenes. Muchas veces las hago por encargo y otras porque me gustan. De todos mis siete hijos, sólo una salió como yo, ella se llama Brígida y se quedó a vivir en La Honda”.
    Dos de estos textos, a los cuales les hemos añadido y cambiado algunas cosas, fueron publicados en el diario El Carabobeño, con fechas 14 de octubre y 6 de noviembre de 1981.


    En recorrer esta maravillosa geografía de ventisqueros y de amaneceres amortiguados por constantes neblinas, hemos pasado años, años que nos permitieron disfrutar los aromas de sus vegetaciones, de sus tonalidades como ágata, como girasoles, como vitrales, como yelmos de plata, y disfrutamos, también, de la cordialidad de sus habitantes, y de su espléndida e inagotable capacidad creadora que se materializa en sus pinturas, tallas, cerámicas, tejidos, en su música y en la manera de amar sus costumbres, sus leyendas y la perfección de sus paisajes.
    Algún día, si la vida lo permite, volveremos a recorrer sus caminos.

Un Salón de Arte Popular en La Guaira

    En enero de 1981 fuimos contratados por el Instituto Nacional de Puertos, para organizar unos talleres de Creatividad Infantil para los hijos de los empleados y obreros de aquella institución en La Guaira. Durante el tiempo en que trabajamos en esa actividad, conocimos algunos obreros que pintaban y realizaban tallas en madera de excelente calidad. Eso nos motivó a investigar si dentro del puerto había más obreros artistas. Y resultó que sí, había una buena cantidad de trabajadores, activos y jubilados, que le dedicaban un tiempo al arte.
    Entonces comenzamos a visitar sus casas, a conversar con ellos y a ver sus realizaciones artísticas, que, en su mayoría, trataban escenas del puerto, con sus grúas, sus barcos de pasajeros, de carga, de guerra. Camiones, montacargas, los conteiner, los estibadores, etc., etc., aparecían en esos hermosos cuadros de mucho candor. Otros temas, también eran llevados a las obras de esos buenos artistas populares del Instituto Nacional de Puertos.

El Puerto de La Guaira.

    Luego de tres meses de llevar a cabo la tarea de visitarles y apreciar sus trabajos, le propusimos a las autoridades del instituto el realizar un Salón de Arte con las obras de los obreros artistas, activos y jubilados, del puerto de La Guaira. Ya con la aprobación de las autoridades, empezamos a organizar la exposición, la cual se haría en un gran espacio del edificio sede en el litoral central. Ese espacio fue acondicionado adecuadamente para esa actividad. Se colocaron paneles, luces apropiadas, y logramos la colaboración de la Aduana Marítima, el Metro de Caracas, y el diario El Carabobeño, quienes otorgaron los Premios y las Menciones Honoríficas a los artistas favorecidos por el Jurado Calificador, en aquel Salón de Arte Popular, allá en La Guaira.
    Después de esa buena experiencia, que nos dejó una gran satisfacción, y ya vencido el contrato con el Instituto Nacional de Puertos, nos dedicamos a recobrar el vínculo con los artistas de la geografía andina, de donde soy, de donde vine un día a esta ciudad que ahora es una inmensa muchedumbre, enteramente inhumana y severamente maculada y trágica.

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